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Virgen de la Asunta: tradiciones y fiesta para celebrar a la patrona de Ticnámar


La festividad del 15 de agosto en honor a la Virgen de la Asunción, sigue ocupando un lugar privilegiado en los recuerdos y corazones de la comunidad de Ticnámar, aun cuando las circunstancias actuales han impedido su celebración como corresponde.


Para los pueblos andinos, como Ticnámar, la imagen de la Virgen supera los significados asignados por el mundo católico. Tras la madre de Dios emerge la Madre Tierra, que cuida a sus hijas e hijos, y a toda la naturaleza que habita sobre la tierra. Es por ello que las costumbres dedicadas a la Pachamama están presentes desde mucho antes que el día de la patrona.


Como es tradicional en Ticnámar, la celebración de la Asunta iniciaba con el asentamiento de la chuwa en la antevíspera del 13 de agosto. Domingo Gómez, adulto mayor del pueblo de Ticnámar, explica que nunca debía faltar el incienso, la chivacolla y la coquita, y recuerda además otra importante costumbre que los antiguos realizaban para espantar los malos espíritus antes de la fiesta: “Después de la chuwa, la comunidad iba a la casa del alférez o mayordomo para hacer otra ceremonia, esta vez para el diablo, que no era igual que la que se hacía para la Virgen. El incienso era reemplazado por el azufre y el vino por el orín, y se le suplicaba que no interviniera en la fiesta para pasar una jornada tranquila”.


Al día siguiente, al alba, tocaba el derramamiento de la chuwa y la sangre de la wilancha en la plaza del pueblo. Seguidamente, la procesión camina hacia el imponente Jacha Tangane, desde el que se avistan las chacras de cultivo. “En el calvario se hacía una costumbre, en la cruz dedicada a la Virgen de la Asunción, aunque no recuerdo muy bien porque la vez que me llevaron a mirar yo era muy pequeña. Los antiguos hacían eso, se novenaban alrededor del campanario, hacían la wilancha y repetían esas costumbres en el calvario”, comenta Elvira Yucra de la comunidad de Ticnámar.


La festividad no se trataba solamente de una ceremonia religiosa, por supuesto. Era una jornada de comunión y compañerismo, valores que la comunidad actual recuerda y respeta: “cuando yo llegué al pueblo, recuerdo que el presidente de la Junta Vecinal subía a la torre y tocaba la campana, como a las 8 de la noche y toda la gente sabía que iba a ocurrir algún evento. Entonces el presidente decía, por ejemplo, ‘ya, mañana hay que ir a sacar la acequia’, y tenían que ir todos a trabajar con su pala, picota, manta y aguayo. También recuerdo el batán que servía para moler el maíz con el que hacíamos el pan para la semana. Todos usábamos el batán, era muy bonito eso”, recuerda Maximiliana Sajama, quien se integró a la comunidad después de casarse con Domingo Gómez.


“Las fiestas eran como un relajo o un recreo de las personas que constantemente estaban ocupadas en sus chacras y con su ganado. Ahí la comunidad jugaba, disfrutaba, celebraba y tomaba, era como un desahogo. Era más participativo, todos asistían al acto cívico, a la misa y a la procesión”, comenta Sergio Huanca, miembro de la comunidad que actualmente reside en Calama, pero que no olvida las tradiciones de su pueblo. Agrega que uno de los juegos más destacados era el fútbol, deporte que alegraba a la comunidad y encendía algunas rivalidades entre pueblos vecinos: “Por la entrada del pueblo, por donde dobla el camino, ahí había una cancha. En esa cancha solían jugar los partidos para las fiestas de la Virgen. Siempre que jugábamos con Belén era como ver jugar a Arica e Iquique. Yo recuerdo cuando mi papá jugaba fútbol en la cancha, cuando el río era angosto”.


Estas memorias las que motivan a las nuevas generaciones a continuar practicando estas tradiciones heredadas y enraizadas en la identidad del ticnameño: “Una de las oportunidades más emotivas fue cuando pasamos alféreces del 15 de agosto junto a mis hermanos y mi mamá. No sabíamos mucho, pero mi mamá nos iba orientando. Lo importante es mantener las costumbres antiguas; hay que tenerle respeto a la tierra, no hay que hacer las cosas así no más, todo tiene su orden”, añora Mónica Ancase, que tuvo la oportunidad de acompañar a su familia en dos ocasiones como alférez, en el año 1998 y 2008.


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